Norma y paraíso. Exposición colectiva alumnado interno 2019/20

    Fecha

    Horario

    De lunes a viernes de 10 a 13h y de 17 a 21h

    Coordinadores

    María Arjonilla y Fernando Infante

    Lugar

    Espacio Laraña

     

    Norma y paraíso

    Colectiva alumnado interno 2019/20

    Dirección: Juan Suárez

    Coordinación: María Arjonilla y Fernando Infante

     

    Artistas:

    Manuel Cid

    Alberto Estepa

    Jesús Fernández

    Aurora García Calabrés

    Cristina Laforet

    Eduardo Molina

    Samuel Muñoz

    Juan Nogales

    Olga País

    Estefanía Ramírez

    Guille Rodríguez

    Juan Suárez

    Colabora:

    José Ángel Correa

     

    Norma y paraíso

    Fernando Infante del Rosal

    El arte, incluso el arte libre, se las ha tenido que ver siempre con dos tipos de límites artificiales: los de la normatividad y los de la normalización.

    La normatividad ha sido la forma dada por las reglas y preceptos dictados o impuestos por algún poder –político, moral o intelectual– para ejercer su control sobre la actividad artística y sobre sus resultados. Los géneros, organizados en una estricta jerarquía que señalaba su valor artístico, fueron durante largo tiempo el centro de la acción normativa de las Reales Academias (así, con mayúsculas) de pintura y escultura surgidas desde finales del Renacimiento.

    Aunque la crítica de arte, ajustada a la proclamación moderna del juicio subjetivo, se alzó contra esos principios (Diderot fue el gran crítico de la política de los géneros), terminó, junto a la estética filosófica y la teoría del arte, generando nuevas normatividades, asimiladas acríticamente por un arte que, generalmente, se proclamaba –y sigue haciéndolo– como reflexivo o crítico.

    El normativismo es algo de lo que la reflexión estética ha tomado conciencia especialmente en los últimos años, sabedora de que el pensamiento ha inspirado o decretado normas al arte sin que esa fuera necesariamente su pretensión. Además, la normatividad no es siempre una acción heterónoma, algo que le venga a la creación desde fuera; la misma práctica artística se ha dado siempre norma hipostasiando valores, criterios, categorías y principios, o tomando como regla ciertos modos de hacer. El formativismo artístico, diríamos, ha cristalizado muchas veces en normativismo.

    Pudiera parecer que tal normativismo es un asunto de las antiguas academias y que, por tanto, permanece vigente en toda instancia que guarde algo de la acción de aquellas primeras instituciones artísticas: la enseñanza, la cualificación y la evaluación según unos valores, criterios, categorías, principios y según un saber hacer. Solemos identificar academicismo con las formas históricas fijadas por aquellas academias históricas, pero lo cierto es que el arte moderno y contemporáneo, desde sus instituciones efectivas y simbólicas, han generado también su propio academicismo, aunque su sentido crítico y reflexivo les disponga de entrada a curarse de tal vía.

    Por su parte, la normalización tiene que ver con la implantación convencional de un estándar. DIN es el acrónimo de Deutsches Institut für Normung, Instituto Alemán de Normalización, que tiene su sede en Berlín y que opera desde 1917. Una de sus acciones –la más conocida por aplicada– es la norma DIN 476, que estandariza los formatos de papel desde 1922. De ella deriva la norma ISO 216 de la Organización Internacional para la Normalización (International Organization for Standardization, ISO). De aquí los conocidos formatos DIN A4, DIN A3, etc., a los que estamos más que habituados, excepto en algunos países de América que siguen otros estándares –letter, legal, tabloid, ledger–. En España contamos con los documentos normativos UNE de la Asociación Española de Normalización, antes llamada AENOR.

    Todas estas instituciones, que navegan en un singular territorio entre lo privado y lo público, han extendido sus acciones de normalización, de generación de estándares con dos finalidades principalmente: la de favorecer el intercambio universal y, por tanto, el ajuste que faculta el funcionamiento y la operatividad –los tamaños universales de rosca que permiten que un palo de fregona encaje con cualquier recambio–; y la de fijar los criterios de valor –los estándares de calidad–. No siempre, pero en buena parte de las ocasiones, la comercialización es el modo de intercambio que protagoniza ambas finalidades.

    Pero esta necesidad de normalizar no es privativa del mundo moderno. En el documental Objectified (Gary Hustwit, 2009), la editora de diseño del International Herald Tribune, Alice Rawsthorn, cuenta que, en los tiempos del primer emperador de China, cada arquero fabricaba sus propias flechas, de modo que, si un arquero moría, su compañero no podía recoger las flechas de su aljaba para usarlas porque no encajaban con su arco. El emperador y sus consejeros idearon una forma de estandarizar sus flechas y arcos, de manera que todas encajaran siempre. La homogenización no es, pues, una consecuencia de la industria, aunque con esta se hiciera más presente y necesaria. Toda comunidad de uso y de intercambio, más reducida o más extensa, necesita de cierta normalización. Todo conjunto de signos, toda comunicación, implica un estándar: el lenguaje, el calendario, las horas, etc.

    A eso lo hemos llamado durante mucho tiempo ‘racionalizar’, generar mundo, porque esos órdenes racionales y artificiales son uno de los modos de desenvolvernos en la naturaleza, de aprehenderla y transformarla. Toda acción humana supone el terrible sacrificio de renunciar a los signos infinitos posibles para señalar solo unos cuantos como medida y lenguaje: paradójicamente, solo cuando nos quedamos con pocos signos, con pocos sonidos y pocas imágenes, se hace posible la comunicación, o, al menos, esta se vuelve más rica (piénsese en el caso de la música occidental: la reducción de tonos que implicó la formación del sistema tonal, su renuncia a la riqueza de los modos y formas anteriores, fue lo que favoreció el desarrollo de eso que llamamos “lenguaje musical”).

    Las bellas artes también se vieron afectadas por la normalización: ya en el siglo XIX se estandarizaron las relaciones dimensionales y las medidas de los bastidores para la pintura de caballete. Siguiendo las proporciones tradicionales de los géneros se definieron los formatos de la ‘figura’, el ‘paisaje’ y la ‘marina’ y se marcaron unas escalas de tamaños suficientemente variadas que permitían vender los lienzos preparados según la magnitud que se quisiera. Las cartas de color, como las conocidas PANTONE, o la más antigua RAL, lanzada en 1927 por la Comisión Imperial de Condiciones de Entrega y Aseguramiento de la Calidad alemana, definen de manera convencional y universalizada los colores mediante números y muestras que permiten una comunicabilidad diferida sin necesidad de que cliente y productor estén ante un mismo catálogo físico y particular.

    Sin duda, la normalización con la que nos encontramos más frecuentemente en nuestro día a día es la que tiene que ver con las pantallas. En el ámbito audiovisual se conoce como relación de aspecto a la relación dimensional entre la anchura y la altura de la pantalla –4:4, 16:9, etc.–, y también en cuanto a su resolución –Full HD, 4K, etc.–. Para las artes audiovisuales la decisión de formato en este sentido ha sido siempre una de las elecciones creativas clave, especialmente ahora que los estándares y los soportes se han multiplicado.

    Desde el Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci hasta el Modulor I y II de Le Corbusier las artes asumieron la definición del estándar con un sentido estético, según unos criterios de belleza y según unos principios perceptivos y significativos, pero también con la conciencia de que el arte mismo tenía una gran responsabilidad en la construcción ordenada del mundo, algo que ha continuado el diseño y a lo que ha renunciado en gran medida el arte autónomo.

    En todos estos casos, en todas las artes, las relaciones entre normatividades y normalizaciones son evidentes. De entrada, podría parecer que las segundas dependen de las primeras, pero la historia nos enseña que la relación opera en ambos sentidos. La estandarización de los tamaños y formas de los lienzos o las pantallas responde a la normatividad característica de los géneros académicos, pero, en su tiempo, estos se vieron ya en ocasiones motivados por ciertas normalizaciones (la escultura y la arquitectura cuentan también con numerosos ejemplos de esto). El primer racionalismo mecanicista influyó sobre el aspecto de las artes y sobre su modo de producción, confiando a la óptica y a las matemáticas los criterios para toda normalización. La ciencia venía a salvar al arte del gusto de los poderosos, poniendo más difícil que se repitiera aquello que Felipe II ordenó hacer con la Última Cena de Tiziano para el refectorio de El Escorial: cortarla por los cuatro lados para que se ajustara al espacio. El lienzo mide hoy 208,5 x 463 cms, cuando entró en el Monasterio medía 255 x 485 cms. En sus Comentarios de la pintura, de 1560, Felipe de Guevara defendía que los propietarios de las obras de arte tenían derecho a modificar el tamaño de las pinturas según su capricho o necesidad[1].

    De manera paradójica, la racionalidad de la norma y de lo normalizado venían a proteger al arte de tales caprichos. La normatividad y la normalización han operado a veces, más como autodefensa por parte de los creadores, que como imposición externa. Las prescripciones y estándares de ambas ofrecían una norma que no solo obligaba a los artistas, sino también a los destinatarios de la obra. Implicaban, por tanto, un pacto. Eso son los géneros y los formatos, acuerdos previos. Cuando entro al cine para ver una película gore o splatter acepto –firmo– someterme a los estándares del género, de tal forma que no me sorprendo ante ciertos rasgos y puedo, incluso, ser reticente si me topo con marcas que no son las propias de tal género.

    La creación contemporánea busca en ocasiones dinamitar esos tratos para hacer notar, en la mayor parte de los casos, la condición convencional de los pactos normalizados y olvidados. Eso es lo que el artista, diseñador y arquitecto Juan Suárez propuso al alumnado interno del curso 2019-2020 cuando fue invitado por la Facultad de Bellas Artes de Sevilla para realizar con ellos varias sesiones de trabajo que tuvieran como resultado la presente muestra colectiva. Plantarse frente a los géneros y los formatos estandarizados, frente a la normatividad y la normalización. Y, como límite autoimpuesto de forma lúdica, tomar como referente obras y artistas anteriores a Goya.

    Juan Suárez es un creador consciente de los límites. Lo es porque su trabajo no se ha producido en el espacio de la cultura del proyecto ni en el de la creación, sino en los intrincados pasajes que conectan ambas dimensiones, en gran parte desanudadas desde hace tiempo. Quizá por eso sus geometrías tengan algo de travesías, galerías, pasos y laberintos, que trazarían vínculos entre los modos de explorar de quien, como diseñador, define el orden del mundo y quien, como artista, juega con él. Este lugar de mediaciones le ha llevado siempre a tomar suficientemente en serio la norma –un diseñador y arquitecto no puede sino hacerlo– como para jugar con ella, porque ese juego –digamos en andaluz algo que no podía decir Gadamer: esa retranca estética– implica la seriedad de conocer en todo momento aquello que se da como norma y como normal, aquello que se ha vuelto instrucción y obediencia, disciplina. Lo apuntaba Juan Bosco Díaz-Urmeneta: su pintura “ha apuntado los aspectos no disciplinarios de la geometría”[2].

    Quienes han participado en estas sesiones junto a Juan Suárez, estudiantes que realizaron una importante labor en la Facultad el curso anterior, se han entregado desde sus intereses y medios a este mismo ejercicio, que supone dirigir la atención hacia aquello que no se plantea al empezar a jugar: las reglas del juego.

    Cristina Laforet reencuadra la seriedad de Rembrandt y sus tormentas en un juego privado que domestica las sublimidades del paisaje holandés en la miniatura y la proximidad. En la iluminación pictórica de Estefanía Ramírez no hay bastidor, y, a falta de una dilatación imposible del formato, el lienzo se deshilacha. Una vez más, los paisajes de olivares de Aurora García Calabrés no renuncian a la proporción dimensional del género, pero sí a su lenguaje, que ahora deja actuar al relieve.

    Manuel Cid, con una visión plástica aprendida en su labor escenográfica, busca la belleza, no de lo inútil –como pensaría Kant–, sino de lo inutilizado, de lo desechado generando una belleza tan leal a los mandatos de la simetría, como infiel a las lindes.  Rembrandt reaparece en la obra de Samuel Muñoz, que convierte en un tríptico procesual, en un relato de su propio hacer, una tabla en la que la luz lidiaba con un formato rematado singularmente. Por su parte, Eduardo Molina nos devuelve la pureza del tamaño, de la forma y del material de soporte, y lo hace al modo del arte oriental: con una delicadeza reveladora.

    Olga Pais abre oquedades sintéticas que hacen de mediadoras entre las formas pintadas y los soportes, recordándonos, como los huecos y ojos de la tipografía, que el vacío también es imagen. Alberto Estepa recurre a la evidencia subjetiva del autorretrato, de un yo que se impone a toda dimensión, proporción y tamaño, acentuándolo con su propio tag o firma de graffiti. Jesús Fernández, buscando trascender toda representación a través de la superación de los límites y la bidimensionalidad, nos devuelve a las operaciones de las vanguardias y a una conciencia crítica de las normas de la representación. En un ejercicio certero, Juan Nogales alude a la Academia con una técnica que esta suele asociar a la copia de esculturas, no de pintura. Finalmente, la videocreación de Guille Rodríguez alude a la hipervisualidad infinita, que de ser posible, solo podría tener un único formato, un único lugar, el Aleph.

    Los géneros artísticos y los formatos estandarizados, invisibles o implícitos como pautas, se vuelven en estas obras manifiestos y escandalosos a cualquier ojo. Y lo hacen en el contexto de la Academia, donde tales reglas son moneda de cambio cotidiana, quizá desgastada, quizá devaluada.

    Al fin y al cabo, este es el ejercicio posible de las academias después de las academias: tomar conciencia de la norma que, incluso los paraísos más originarios, siempre tienen.

     


    [1] Macarrón Miguel, Ana M.ª, Historia de la conservación y la restauración desde la Antigüedad hasta fines del siglo XIX, Madrid, Tecnos, 2002, pp. 84-86. Jiménez Peces, Jesús, “El marco de la Última Cena de Tiziano en El Escorial”, en Anales de Historia del Arte 2013, Vol. 23, n. especial, pp. 201-211.

     

    [2] Díaz-Urmeneta Muñoz, Juan Bosco, “Límites, ritmos, materia", en Juan Suárez. ‘Una y otra vez’, Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, Sevilla, 2019, p. 23.